Este espacio, es un sitio abierto a aquellas mentes interesadas en las palabras de viejos poetas no reconocidos, de hombres afectados por estrofas exaltadas y odiadas de escritores malditos, que creen en quimeras y reviven viejos mitos, abriendo nuevos caminos… Entre sueños perdidos y alegrías truncas hallaron refugio tanto en el dolor como en la fantasía.
A ustedes os digo… sean bienvenidos a este espacio nocturno de ángeles sin alas y demonios sin sueño… sean bienvenidos al infierno mal llamado realidad. ¡Aquí todo es posible!, aun el descrédito de considerarnos poetas…

miércoles, 29 de febrero de 2012

APOCALIPSIS EN SOLENTINAME Julio Cortazar


Los ticos son siempre así, más bien calladitos pero llenos de sorpresas, uno baja en San José de Costa Rica y ahí están esperándote Carmen Naranjo y Samuel Rovinski y Sergio Ramírez (que es de Nicaragua y no tico pero qué diferencia en el fondo si es lo mismo, qué diferencia en que yo sea argentino aunque por gentileza debería decir tino, y los otros nicas o ticos). Hacía uno de esos calores y para peor todo empezaba enseguida, conferencia de prensa con lo de siempre, ¿por qué no vivís en tu patria, qué pasó que Blow-Up era tan distinto de tu cuento, te parece que el escritor tiene que estar comprometido? A esta altura de las cosas ya sé que la última entrevista me la harán en las puertas del infierno y seguro que serán las mismas preguntas, y si por caso es chez San Pedro la cosa no va a cambiar, ¿a usted no le parece que allá abajo escribía demasiado hermético para el pueblo?.

Después el hotel Europa y esa ducha que corona los viajes con un largo monólogo de jabón y de silencio. Solamente que a las siete cuando ya era hora de caminar por San José y ver si era sencillo y parejito como me habían dicho, una mano se me prendió del saco y detrás estaba Ernesto Cardenal y qué abrazo, poeta, qué bueno que estuvieras ahí después del encuentro en Roma, de tantos encuentros sobre el papel a lo largo de años. Siempre me sorprende, siempre me conmueve que alguien como Ernesto venga a verme y a buscarme, vos dirás que hiervo de falsa modestia pero decilo nomás viejo, el chacal aúlla pero el ómnibus pasa, siempre seré un aficionado, alguien que desde abajo quiere tanto a algunos que un día resulta que también lo quieren, son cosas que me superan, mejor pasamos a la otra línea.

La otra línea era que Ernesto sabía que yo llegaba a Costa Rica y dale, de su isla se había venido en avión porque el pajarito que le lleva las noticias lo tenía informado de que los ticas me planeaban un viaje a Solentiname y a él le parecía irresistible la idea de venir a buscarme, con lo cual dos días después Sergio y Óscar y Ernesto y yo colmábamos la demasiado colmable capacidad de una avioneta Piper Aztec, cuyo nombre será siempre un enigma para mí pero que volaba entre hipos y borborigmos ominosos mientras el rubio piloto sintonizaba unos calipsos contrarrestantes y parecía por completo indiferente a mi noción de que el azteca nos llevaba derecho a la pirámide del sacrificio. No fue así, como puede verse, bajamos en Los Chiles y de ahí un yip igualmente tambaleante nos puso en la finca del poeta José Coronel Urteche, a quién más gente haría bien en leer y en cuya casa descansamos hablando de tantos otros amigos poetas, de Roque Dalton y de Gertrude Stein y de Carlos Martínez Rivas hasta que llegó Luis Coronel y nos fuimos para Nicaragua en su yip y en su panga de sobresaltadas velocidades. Pero antes hubo fotos de recuerdo con una cámara de esas que dejan salir ahí nomás un papelito celeste que poco a poco y maravillosamente y polaroid se va llenando de imágenes paulatinas, primero ectoplasmas inquietantes y poco a poco una nariz, un pelo crespo, la sonrisa de Ernesto con su vincha nazarena, doña María y don José recortándose contra la veranda. A todos les parecía muy normal eso porque desde luego estaban habituados a servirse de esa cámara pero yo no, a mí ver salir de la nada, del cuadradito celeste de la nada esas caras y esas sonrisas de despedida me llenaba de asombro y se los dije, me acuerdo de haberle preguntado a Óscar qué pasaría si alguna vez después de una foto de familia el papelito celeste de la nada empezara a llenarse con Napoleón a caballo, y la carcajada de don José Coronel que todo lo escuchaba como siempre, el yip, vámonos ya para el lago.

A Solentiname llegamos entrada la noche, allí esperaban Teresa y William y un poeta gringo y los otros muchachos de la comunidad; nos fuimos a dormir casi enseguida pero antes vi las pinturas en un rincón, Ernesto hablaba con su gente y sacaba de una bolsa las provisiones y regalos que traía de San José, alguien dormía en una hamaca y yo vi las pinturas en un rincón, empecé a mirarlas. No me acuerdo quién me explicó que eran trabajos de los campesinos de la zona, ésta la pintó el Vicente, ésta es de la Ramona, algunas firmadas y otras no pero todas tan hermosas, una vez más la visión primera del mundo, la mirada limpia del que describe su entorno como un canto de alabanza: vaquitas enanas en prados de amapola, la choza de azúcar de donde va saliendo la gente como hormigas, el caballo de ojos verdes contra un fondo de cañaverales, el bautismo en una iglesia que no cree en la perspectiva y se trepa o se cae sobre sí misma, el lago con botecitos como zapatos y en último plano un pez enorme que ríe con labios de color turquesa. Entonces vino Ernesto a explicarme que la venta de las pinturas ayudaba a tirar adelante, por la mañana me mostraría trabajos en madera y piedra de los campesinos y también sus propias esculturas; nos íbamos quedando dormidos pero yo seguí todavía ojeando los cuadritos amontonados en un rincón, sacando las grandes barajas de tela con las vaquitas y las flores y esa madre con dos niños en las rodillas, uno de blanco y el otro de rojo, bajo un cielo tan lleno de estrellas que la única nube quedaba como humillada en un ángulo, apretándose contra la varilla del cuadro, saliéndose ya de la tela de puro miedo.

Al otro día era domingo y misa de once, la misa de Solentiname en la que los campesinos y Ernesto y los amigos de visita comentan juntos un capítulo del evangelio que ese día era el arresto de Jesús en el huerto, un tema que la gente de Solentiname trataba como si hablaran de ellos mismos, de la amenaza de que les cayeran en la noche o en pleno día, esa vida en permanente incertidumbre de las islas y de la tierra firme y de toda Nicaragua y no solamente de toda Nicaragua sino de casi toda América Latina, vida rodeada de miedo y de muerte, vida de Guatemala y vida de El Salvador, vida de la Argentina y de Bolivia, vida de Chile y de Santo Domingo, vida del Paraguay, vida de Brasil y de Colombia.

Ya después hubo que pensar en volverse y fue entonces que pensé de nuevo en los cuadros, fui a la sala de la comunidad y empecé a mirarlos a la luz delirante de mediodía, los colores más altos, los acrílicos o los óleos enfrentándose desde caballitos y girasoles y fiestas en los prados y palmares simétricos. Me acordé que tenía un rollo de color en la cámara y salí a la veranda con una brazada de cuadros; Sergio que llegaba me ayudó a tenerlos parados en la buena luz, y de uno en uno los fui fotografiando con cuidado, centrando de manera que cada cuadro ocupara enteramente el visor. Las casualidades son así: me quedaban tantas tomas como cuadros, ninguno se quedó afuera y cuando vino Ernesto a decirnos que la panga estaba lista le conté lo que había hecho y él se rió, ladrón de cuadros, contrabandista de imágenes. Sí, le dije, me los llevo todos, allá los proyectaré en mi pantalla y serán más grandes y más brillantes que éstos, jódete.

Volví a San José, estuve en La Habana y anduve por ahí haciendo cosas, de vuelta a París con un cansancio lleno de nostalgia, Claudine calladita esperándome en Orly, otra vez la vida de reloj pulsera y merci monsieur, bonjour madame, los comités, los cines, el vino tinto y Claudine, los cuartetos de Mozart y Claudine. Entre tanta cosa que los sapos maletas habían escupido sobre la cama y la alfombra, revistas, recortes, pañuelos y libros de poetas centroamericanos, los tubos de plástico gris con los rollos de películas, tanta cosa a lo largo de dos meses, la secuencia de la Escuela Lenin de La Habana, las calles de Trinidad, los perfiles del volcán Irazú y su cubeta de agua hirviente verde donde Samuel y yo y Sarita habíamos imaginado patos ya asados flotando entre gasas de humo azufrado. Claudine llevó los rollos a revelar, una tarde andando por el barrio latino me acordé y como tenía la boleta en el bolsillo los recogí y eran ocho, pensé enseguida en los cuadritos de Solentiname y cuando estuve en mi casa busqué en las cajas y fui mirando el primer diapositivo de cada serie, me acordaba que antes de fotografiar los cuadritos había estado sacando la misa de Ernesto, unos niños jugando entre las palmeras igualitos a las pinturas, niños y palmeras y vacas contra un fondo violentamente azul de cielo y de lago apenas un poco más verde, o a lo mejor al revés, ya no lo tenía claro. Puse en el cargador la caja de los niños y la misa, sabía que después empezaban las pinturas hasta el final del rollo.

Anochecía y yo estaba solo, Claudine vendría al salir del trabajo para escuchar música y quedarse conmigo; armé la pantalla y un ron con mucho hielo, el proyector con su cargador listo y su botón de telecomando; no hacía falta correr las cortinas, la noche servicial ya estaba ahí encendiendo las lámparas y el perfume del ron; era grato pensar que todo volvería a darse poco a poco, después de los cuadritos de Solentiname empezaría a pasar las cajas con las fotos cubanas, pero por qué los cuadritos primero, por qué la deformación profesional, el arte antes que la vida, y por qué no, le dijo el otro a éste en su eterno indesarmable diálogo fraterno y rencoroso, por qué no mirar primero las pinturas de Solentiname si también son la vida, si todo es lo mismo.

Pasaron las fotos de la misa, más bien malas por errores de exposición, los niños en cambio jugaban a plena luz y dientes tan blancos. Apretaba sin ganas el botón de cambio, me hubiera quedado tanto rato mirando cada foto pegajosa de recuerdo, pequeño mundo frágil de Solentiname rodeado de agua y de esbirros como estaba rodeado el muchacho que miré sin comprender, yo había apretado el botón y el muchacho estaba ahí en un segundo plano clarísimo, una cara ancha y lisa como llena de incrédula sorpresa mientras su cuerpo se vencía hacia adelante, el agujero nítido en mitad de la frente, la pistola del oficial marcando todavía la trayectoria de la bala, los otros a los lados con las metralletas, un fondo confuso de casas y de árboles.

Se piensa lo que se piensa, eso llega siempre antes que uno mismo y lo deja tan atrás; estúpidamente me dije que se habrían equivocado en la óptica, que me habían dado las fotos de otro cliente; pero entonces la misa, los niños jugando en el prado, entonces cómo. Tampoco mi mano obedecía cuando apretó el botón y fue un salitral interminable a mediodía con dos o tres cobertizos de chapas herrumbradas, gente amontonada a la izquierda mirando los cuerpos tendidos boca arriba, sus brazos abiertos contra un cielo desnudo y gris; había que fijarse mucho para distinguir en el fondo al grupo uniformado de espaldas y yéndose, el yip que esperaba en lo alto de una loma.

Sé que seguí; frente a eso que se resistía a toda cordura lo único posible era seguir apretando el botón, mirando la esquina de Corrientes y San Martín y el auto negro con los cuatro tipos apuntando a la vereda donde alguien corría con una camisa blanca y zapatillas, dos mujeres queriendo refugiarse detrás de un camión estacionado, alguien mirando de frente, una cara de incredulidad horrorizada, llevándose una mano al mentón como para tocarse y sentirse todavía vivo, y de golpe la pieza casi a oscuras, una sucia luz cayendo de la alta ventanilla enrejada, la mesa con la muchacha desnuda boca arriba y el pelo colgándole hasta el suelo, la sombra de espaldas metiéndole un cable entre las piernas abiertas, los dos tipos de frente hablando entre ellos, una corbata azul y un pull-over verde. Nunca supe si seguía apretando o no el botón, vi un claro de selva, una cabaña con techo de paja y árboles en primer plano, contra el tronco del más próximo un muchacho flaco mirando hacia la izquierda donde un grupo confuso, cinco o seis muy juntos le apuntaban con fusiles y pistolas; el muchacho de cara larga y un mechón cayéndole en la frente morena los miraba, una mano alzada a medias, la otra a lo mejor en el bolsillo del pantalón, era como si les estuviera diciendo algo sin apuro, casi displicentemente, y aunque la foto era borrosa yo sentí y supe y vi que el muchacho era Roque Dalton, y entonces sí apreté el botón como si con eso pudiera salvarlo de la infamia de esa muerte y alcancé a ver un auto que volaba en pedazos en pleno centro de una ciudad que podía ser Buenos Aires o São Paulo, seguí apretando y apretando entre ráfagas de caras ensangrentadas y pedazos de cuerpos y carreras de mujeres y de niños por una ladera boliviana o guatemalteca, de golpe la pantalla se llenó de mercurio y de nada y también de Claudine que entraba silenciosa volcando su sombra en la pantalla antes de inclinarse y besarme en el pelo y preguntar si eran lindas, si estaba contento de las fotos, si se las quería mostrar.

Corrí el cargador y volví a ponerlo en cero, uno no sabe cómo ni por qué hace las cosas cuando ha cruzado un límite que tampoco sabe. Sin mirarla, porque hubiera comprendido o simplemente tenido miedo de eso que debía ser mi cara, sin explicarle nada porque todo era un solo nudo desde la garganta hasta las uñas de los pies, me levanté y despacio la senté en mi sillón y algo debí decir de que iba a buscarle un trago y que mirara, que mirara ella mientras yo iba a buscarle un trago. En el baño creo que vomité, o solamente lloré y después vomité o no hice nada y solamente estuve sentado en el borde de la bañera dejando pasar el tiempo hasta que pude ir a la cocina y prepararle a Claudine su bebida preferida, llenársela de hielo y entonces sentir el silencio, darme cuenta de que Claudine no gritaba ni venía corriendo a preguntarme, el silencio nada más y por momentos el bolero azucarado que se filtraba desde el departamento de al lado. No sé cuánto tardé en recorrer lo que iba de la cocina al salón, ver la parte de atrás de la pantalla justo cuando ella llegaba al final y la pieza se llenaba con el reflejo del mercurio instantáneo y después la penumbra, Claudine apagando el proyector y echándose atrás en el sillón para tomar el vaso y sonreírme despacito, feliz y gata y tan contenta.

- Qué bonitas te salieron, esa del pescado que se ríe y la madre con los dos niños y las vaquitas en el campo; espera, y esa otra del bautismo en la iglesia, decime quién los pintó, no se ven las firmas.

Sentado en el suelo, sin mirarla, busqué mi vaso y lo bebí de un trago. No le iba a decir nada, qué le podía decir ahora, pero me acuerdo que pensé vagamente en preguntarle una idiotez, preguntarle si en algún momento no había visto una foto de Napoleón a caballo. Pero no se lo pregunté, claro.

Cortázar, Julio

miércoles, 28 de septiembre de 2011

C. Baudelaire - Los buenos perros.


Nunca me avergoncé, ni aun delante de los escritores jóvenes de mi siglo, de admirar a Buffon; mas hoy no he de llamar en mi ayuda al alma de ese pintor de la Naturaleza pomposa. No.

De más buena gana me dirigiría a Sterne, para decirle: «¡Baja del Cielo, o sube hasta mí de los Campos Elíseos, para inspirarme en favor de los perros buenos, de los pobres perros, un canto digno de ti, sentimental, bromista, bromista incomparable! Vuelve a horcajadas en el asno famoso que te acompaña siempre en la memoria de la posteridad; y, sobre todo, que no se lo olvide al asno traer, delicadamente suspenso entre sus labios, el inmortal macarrón!»

¡Atrás la musa académica! Nada quiero con semejante vieja gazmoña. Invoco a la musa familiar, a la ciudadana, a la viva, para que me ayude a cantar a los perros buenos, a los pobres perros, a los perros sucios, a los que todos echan, como a pestíferos y piojosos, excepto el pobre con quien se han asociado y el poeta que los mira con ojos fraternos.

¡Malhaya el perro hermosote, el gordo cuadrúpedo, danés, king-charles, dogo o faldero, tan encantado consigo mismo, que se lanza indiscretamente a las piernas o a las rodillas del visitante, como si estuviera seguro de agradar, turbulento como un niño, necio como una loreta, a veces arisco e insolente como un criado! ¡Malhayan sobre todo esas serpientes de cuatro patas, temblorosas y desocupadas, que se llaman galgos, y que ni siquiera dan albergue en su hocico puntiagudo al suficiente olfato para seguirle la pista a un amigo, ni en la cabeza plana la inteligencia bastante para jugar al dominó!

¡A la perrera todos esos aburridos parásitos!

¡Vuélvanse a la perrera sedosa y mullida! Yo canto al perro sucio, al perro pobre, al perro sin domicilio, al perro corretón, al perro saltimbanqui, al perro cuyo instinto, como el del pobre, el del gitano y el del histrión, está maravillosamente aguijado por la necesidad, madre tan buena, verdadera patrona de las inteligencias!

Canto a los perros calamitosos, ya sean de los que van errantes, solitarios, por los barrancos sinuosos de las inmensas ciudades, ya de los que dijeron al hombre abandonado con ojos pestañeantes e ingeniosos: «Llévame contigo, y con nuestras dos miserias haremos acaso una especie de felicidad.»

«¿Adónde van los perros? -decía, años ha, Néstor Roqueplán en un folletón inmortal que ha olvidado sin duda, y del cual puede ser que sólo Sainte-Beuve y yo nos acordemos hoy todavía.»

¿Adónde van los perros, preguntáis, hombres sin atención? Van a sus quehaceres.

Citas de negocios, citas de amor. A través de la bruma, a través de la nieve, a través del barro, bajo la canícula que muerde, bajo la lluvia que chorrea, van, vienen, trotan, pasan por debajo de los coches, excitados por las pulgas, la pasión, la necesidad o el deber. Como nosotros, se levantaron de mañanita y se buscan la vida o corren a sus quehaceres.

Los hay que duermen en una ruina de suburbio, y vienen, un día y otro, a hora fija, a reclamar la espórtula a la entrada de una cocina del Palais Royal; otros que acuden en tropel, desde más de cinco leguas, para compartir la comida que les preparó la caridad de ciertas doncellas sexagenarias, que entregan a los animales el corazón desocupado, porque los hombres ya no lo quieren.

Otros que, como negros cimarrones, enloquecidos de amor, dejan en ciertos días su vivienda para venir a la ciudad a corretear durante una hora en derredor de una perra guapa, algo negligente de su tocado, pero altanera y agradecida.

Y todos son puntualísimos, sin cuadernos, notas ni carteras.

¿Conocéis; Bélgica, la perezosa, y habéis admirado, como yo, a esos perros vigorosos enganchados a la carretilla de los carniceros, de la lechera, del panadero, y que demuestran con sus ladridos triunfantes el placer orgulloso que sienten al rivalizar con los caballos?

¡Mirad ahora a dos que pertenecen a un orden más civilizado todavía! Permitidme que os introduzca en el cuarto del saltimbanqui ausente. Una cama, de madera pintada, sin cortinas; unas mantas que arrastran, mancilladas por las chinches; dos sillas de paja, una estufa de hierro, uno o dos instrumentos de música, descompuestos. ¡Qué triste mobiliario! Pero mirad, os lo ruego, aquellos dos personajes inteligentes, vestidos con trajes a la vez raídos y suntuosos, con gorros de trovador o de militar, que vigilan con atención de brujos la obra sin nombre puesta a cocer en la estufa encendida, con una larga cuchara en medio, que se yergue, plantada como uno de esos mástiles anuncio de edificio terminado.

¿No será justo que comediantes tan celosos no se pongan en camino sin echarse al estómago el lastre de una sopa fuerte y sólida? ¿Y no perdonaréis un poco de sensualidad a esos pobretes, que han de afrontar todo el día la indiferencia del público y las injusticias de un director, que se toma la parte más abultada y se come él solo más sopa que cuatro comediantes?

¡Cuántas veces contemplé, sonriente y enternecido, a todos esos filósofos de cuatro patas, esclavos complacientes, sumisos o abnegados, que e l diccionario de la República podría calificar igualmente de oficiosos, si la República, harto ocupada de la felicidad de los hombres, tuviese tiempo para respetar el honor de los perros!

¡Y cuántas veces he pensado que habrá tal vez en alguna parte -¡quién sabe, después de todo!-, para recompensar tantos ánimos, tanta paciencia y labor, un paraíso especial para los perros buenos, para los pobres perros, para los perros sucios y desolados! ¡Swedenborg afirma que hay uno para los turcos y otro para los holandeses!

Los pastores de Virgilio y de Teócrito esperaban, en premio de sus cantos alternativos, un buen queso, una flauta del mejor artífice o una cabra de tetas hinchadas. El poeta que ha cantado a los pobres perros tuvo por recompensa un hermoso chaleco, todo de un color, rico y marchito a la vez, que hace pensar en los soles de otoño, en la belleza de las mujeres maduras y en los veranillos de San Martín.

Ninguno de los presentes en la taberna de la calle de Villa-Hermosa olvidará la petulancia con que el pintor se despojó del chaleco en favor del poeta; también comprendió que era bueno y honrado cantar a los pobres perros.

Tal un magnífico tirano italiano, del buen siglo, ofrecía al divino Aretino ya una daga con ornato de pedrería, ya un manto de corte, a cambio de un precioso soneto o de un curioso poema satírico.

Y cuantas veces el poeta se pone el chaleco del pintor, se ve obligado a pensar en los perros buenos, en los perros filósofos, en los veranillos de San Martín y en la belleza de las mujeres muy maduras.

martes, 19 de julio de 2011

Campanas - Lovecraft


Escucho las campanas de aquella torre majestuosa;

Las campanas del esplendor de Yule en una noche turbulenta;

Repicando con sorna en una hora lúgubre

Sobre un mundo sacudido por la codicia y el espanto.

Sus melodiosos tonos resuenan en miríadas de tejados;

Un millón de almas insomnes asiste al juego de los carillones;

Sin embargo su mensaje cae sobre un suelo pedregoso...

Su espíritu es cercenado por la espada del Tiempo.

¿Por qué suenan, remedando los años felices

Cuando la paz y el sosiego reinaban en la plácida llanura? ¿Por qué sus acordes familiares provocan las lágrimas De aquellos que tal vez no vuelvan a conocer la dicha?

Hace años os conocía bien... hace muchos años...

Cuando el antiguo pueblo dormía en la ladera;

Entonces vuestras notas resonaban sobre la nieve iluminada por las estrellas En medio de la alegría, la paz y la esperanza eterna.

Mi imaginación evoca el modesto chapitel;

El tejado puntiagudo, negra sombra contra la luna;

Los góticos ventanales, ardiendo con un fuego Que presta la magia a los cínicos tonos.

Venerable cada seto cubierto de nieve bajo los rayos Que añadían plata a la plata del valle;

Encantadora cada choza, cada vereda, cada arroyo, Y alegre el espíritu del aire perfumado por los pinos.

Los pastores profesaban un simple credo;

Vivían en inocente beatitud entre las montañas;

Sus corazones joviales, sus almas honestas en paz, Animados por las sencillas alegrías de los mortales.

Pero una horrible plaga aparece en escena;

Un fantástico nimbo se cierne sobre la tierra;

Formas demoniacas flotan por encima de los bosques, Y ante cada puerta se alzan sombras malignas.

El Tiempo, siniestro bufón, avanza por la pradera;

Bajo su paso la alegría se extingue.

Corazones joviales se desangran con angustia inexpicable, Y almas atormentadas proclaman su influencia funesta.

Conflicto y cambio acosan al mundo vacilante;

Pensamientos salvajes y quimeras ciegan la razón;

La confusión se apodera de una raza senil Y el crimen y la locura merodean impunemente.

Escucho las campanas... las campanas burlonas y malditas Que despiertan recuerdos que obsesionan y paralizan;

Suenan y resuenan sobre un millar de infiernos...

Demonios de la noche... ¿por qué no permanecéis tranquilos?


Lovecraft

miércoles, 5 de enero de 2011

Edgar Poe: "El Gato Negro".


Ni espero ni quiero que se dé crédito a la historia más extraordinaria, y, sin embargo, más familiar, que voy a referir.

Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a aceptar su propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño. Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi espíritu. Mi inmediato deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de esclarecerlos.

En lo personal, casi no me han producido otro sentimiento que el de horror; pero a muchas personas les parecerán menos terribles que vulgares. Tal vez más tarde haya una inteligencia que reduzca mi fantasma al estado de lugar común. Alguna inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, encontrará tan sólo en las circunstancias que relato con terror una serie normal de causas y de efectos naturalísimos.

La docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi infancia. Tan notable era la ternura de mi corazón, que había hecho de mí el juguete de mis amigos. Sentía una auténtica pasión por los animales, y mis padres me permitieron poseer una gran variedad de favoritos.

Casi todo el tiempo lo pasaba con ellos, y nunca me consideraba tan feliz como cuando les daba de comer o los acariciaba. Con los años aumentó esta particularidad de mi carácter, y cuando fui un hombre hice de ella una de mis principales fuentes de gozo. Aquellos que han profesado afecto a un perro fiel y sagaz no requieren la explicación de la naturaleza o intensidad de los gozos que eso puede producir. En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natural.

Me casé joven. Tuve la suerte de descubrir en mi mujer una disposición semejante a la mía. Habiéndose dado cuenta de mi gusto por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión alguna de proporcionármelos de la especie más agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color de oro, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y un gato.

Era este último animal muy fuerte y bello, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Mi mujer, que era, en el fondo, algo supersticiosa, hablando de su inteligencia, aludía frecuentemente a la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disimuladas.

No quiere esto decir que hablara siempre en serio sobre este particular, y lo consigno sencillamente porque lo recuerdo.

Plutón—llamábase así el gato—era mi predilecto amigo. Sólo yo le daba de comer, y adondequiera que fuese me seguía por la casa. Incluso me costaba trabajo impedirle que me siguiera por la calle.

Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento—me sonroja confesarlo—, por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una alteración radicalmente funesta.

Día en día me hice más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo la afligí incluso con violencias personales. Naturalmente, mi pobre favorito debió de notar el cambio de mi carácter. No solamente no les hacía caso alguno, sino que los maltrataba.

Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón, aún despertaba en mí la consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no sentía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro, cuando, por casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba secuestrándome mi mal, porque, ¿qué mal admite una comparación con el alcohol? Andando el tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, naturalmente se hacía un poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter.

Una noche, en ocasión de regresar a casa completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo cogí, pero él, horrorizado por mi violenta actitud, me hizo en la mano, con los dientes, una leve herida. De mí se apoderó repentinamente un furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pareció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada una de las fibras de mi ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas, lo abrí, cogí al pobre animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un ojo... Me cubre el rubor, me abrasa, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.

Cuando, al amanecer, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté un sentimiento mitad horror, mitad remordimiento, por el crimen que había cometido. Pero, todo lo más, era un débil y equívoco sentimiento, y el alma no sufrió sus acometidas. Volví a sumirme en los excesos, y no tardé en ahogar en el vino todo recuerdo de mi acción.

Curó entre tanto el gato lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, es cierto, un aspecto espantoso. Pero después, con el tiempo, no pareció que se daba cuenta de ello. Según su costumbre, iba y venía por la casa; pero, como debí suponerlo, en cuanto veía que me aproximaba a él, huía aterrorizado. Me quedaba aún lo bastante de mi antiguo corazón para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en una criatura que tanto me había amado anteriormente. Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Como para mi caída final e irrevocable, brotó entonces el espíritu de perversidad, espíritu del que la filosofía no se cuida ni poco ni mucho.

No obstante, tan seguro como que existe mi alma, creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos que dirigen el carácter del hombre... ¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos que es la Ley?

Digo que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina completa. El vivo e insondable deseo del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar y últimamente a llevar a efecto el suplicio que había infligido al inofensivo animal. Una mañana, a sangre fría, ceñí un nudo corredizo en torno a su cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que él me había amado, y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios.

En la noche siguiente al día en que fue cometida una acción tan cruel, me despertó del sueño el grito de: "¡Fuego!" Ardían las cortinas de mi lecho. La casa era una gran hoguera. No sin grandes dificultades, mi mujer, un criado y yo logramos escapar del incendio. La destrucción fue total. Quedé arruinado, y me entregué desde entonces a la desesperación.

No intento establecer relación alguna entre causa y efecto con respecto a la atrocidad y el desastre. Estoy por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar cuenta de una cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón.

Visité las ruinas el día siguiente al del incendio. Excepto una, todas las paredes se habían derrumbado. Esta sola excepción la constituía un delgado tabique interior, situado casi en la mitad de la casa, contra el que se apoyaba la cabecera de mi lecho. Allí la fábrica había resistido en gran parte a la acción del fuego, hecho que atribuí a haber sido renovada recientemente. En torno a aquella pared se congregaba la multitud, y numerosas personas examinaban una parte del muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las palabras: "extraño", "singular", y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi, a modo de un bajorrelieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con una exactitud realmente maravillosa. Rodeaba el cuello del animal una cuerda.

Apenas hube visto esta aparición—porque yo no podía considerar aquello más que como una aparición—, mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Por fin vino en mi amparo la reflexión. Recordaba que el gato había sido ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue invadido inmediatamente por la muchedumbre, y el animal debió de ser descolgado por alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta. Indudablemente se hizo esto con el fin de despertarme. El derrumbamiento de las restantes paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen tal como yo la veía.

Aunque prontamente satisfice así a mi razón, ya que no por completo mi conciencia, no dejó, sin embargo, de grabar en mi imaginación una huella profunda el sorprendente caso que acabo de dar cuenta. Durante algunos meses no pude liberarme del fantasma del gato, y en todo este tiempo nació en mi alma una especie de sentimiento que se parecía, aunque no lo era, al remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal y a buscar en torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera sustituirle.

Hallábame sentado una noche, medio aturdido, en un bodegón infame, cuando atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que yacía en lo alto de uno de los inmensos barriles de ginebra o ron que componían el mobiliario más importante de la sala. Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del tonel, y me sorprendió no haber advertido el objeto colocado encima. Me acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpulento como Plutón, al que se parecía en todo menos en un pormenor: Plutón no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero éste tenía una señal ancha y blanca aunque de forma indefinida, que le cubría casi toda la región del pecho.

Apenas puse en él mi mano, se levantó repentinamente, ronroneando con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era pues, el animal que yo buscaba. Me apresuré a proponer al dueño su adquisición, pero éste no tuvo interés alguno por el animal. Ni le conocía ni le había visto hasta entonces.

Continué acariciándole, y cuando me disponía a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití, e inclinándome de cuando en cuando, caminamos hacia mi casa acariciándole. Cuando llego a ella se encontró como si fuera la suya, y se convirtió rápidamente en el mejor amigo de mi mujer.

Por mi parte, no tardó en formarse en mí una antipatía hacia él. Era, pues, precisamente, lo contrario de lo que yo había esperado. No sé cómo ni por qué sucedió esto, pero su evidente ternura me enojaba y casi me fatigaba. Paulatinamente, estos sentimientos de disgusto y fastidio acrecentaron hasta convertirse en la amargura del odio. Yo evitaba su presencia. Una especie de vergüenza, y el recuerdo de mi primera crueldad, me impidieron que lo maltratara. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarle con violencia; pero gradual, insensiblemente, llegué a sentir por él un horror indecible, y a eludir en silencio, como si huyera de la peste, su odiosa presencia.

Sin duda, lo que aumentó mi odio por el animal fue el descubrimiento que hice a la mañana del siguiente día de haberlo llevado a casa. Como Plutón, también él había sido privado de uno de sus ojos. Sin embargo, esta circunstancia contribuyó a hacerle más grato a mi mujer, que, como he dicho ya, poseía grandemente la ternura de sentimientos que fue en otro tiempo mi rasgo característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y puros.

Sin embargo, el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer comprender al lector, seguía constantemente mis pasos. En cuanto me sentaba, acurrucábase bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus caricias espantosas. Si me levantaba para andar, metíase entre mis piernas y casi me derribaba, o bien, clavando sus largas y agudas garras en mi ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiera querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen; pero, sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del animal.

Este terror no era positivamente el de un mal físico, y, no obstante, me sería muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesarlo. Aun en esta celda de malhechor, casi me avergüenza confesar que el horror y el pánico que me inspiraba el animal habíanse acrecentado a causa de una de las fantasías más perfectas que es posible imaginar.

Mi mujer, no pocas veces, había llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el animal extraño y aquel que había matado yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal, aunque grande, tuvo primitivamente una forma indefinida. Pero lenta, gradualmente, por fases imperceptibles y que mi razón se esforzó durante largo tiempo en considerar como imaginaria, había concluido adquiriendo una nitidez rigurosa de contornos.

En ese momento era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo. Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un monstruo de horror y repugnancia, y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a librarme de él. Era ahora, digo, la imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡de la horca! ¡Oh lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y crimen, de muerte y agonía!

Yo era entonces, en verdad, un miserable, más allá de la miseria posible de la Humanidad. Una bestia bruta, cuyo hermano fue aniquilado por mí con desprecio, una bestia bruta engendraba en mí en mí, hombre formado a imagen del Altísimo, tan grande e intolerable infortunio. ¡Ay! Ni de día ni de noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante, durante el día, dejábame el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños lleno de indefinible angustia, era tan sólo para sentir el aliento tibio de la cosa sobre mi rostro y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no podía separar de mí y que parecía eternamente posada en mi corazón.

Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames pensamientos convirtiéronse en mis íntimos; los más sombríos, los más infames de todos los pensamientos. La tristeza de mi humor de costumbre se acrecentó hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la Humanidad entera. Mi mujer, sin embargo, no se quejaba nunca ¡Ay! Era mi paño de lágrimas de siempre. La mas paciente víctima de las repentinas, frecuentes e indomables expansiones de una furia a la que ciertamente me abandoné desde entonces.

Para un quehacer doméstico, me acompañó un día al sótano de un viejo edificio en el que nos obligara a vivir nuestra pobreza. Por los agudos peldaños de la escalera me seguía el gato, y, habiéndome hecho tropezar la cabeza, me exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha y olvidando en mi furor el espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al animal, que hubiera sido mortal si le hubiera alcanzado como quería. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia más que diabólica me produjo esta intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo. Mi mujer cayó muerta instantáneamente, sin exhalar siquiera un gemido.

Realizado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que se enteraran los vecinos. Asaltaron mi mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y arrojar al suelo los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso de la cueva. Luego pensé arrojarlo al pozo del jardín. Cambien la idea y decidí embalarlo en un cajón, como una mercancía, en la forma de costumbre, y encargar a un mandadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me detuve ante un proyecto que consideré el mas factible. Me decidí a emparedarlo en el sótano, como se dice que hacían en la Edad Media los monjes con sus víctimas.

La cueva parecía estar construida a propósito para semejante proyecto. Los muros no estaban levantados con el cuidado de costumbre y no hacía mucho tiempo había sido cubierto en toda su extensión por una capa de yeso que no dejó endurecer la humedad.

Por otra parte, había un saliente en uno de los muros, producido por una chimenea artificial o especie de hogar que quedó luego tapado y dispuesto de la misma forma que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los ladrillos de aquel sitio, colocar el cadáver y emparedarlo del mismo modo, de forma que ninguna mirada pudiese descubrir nada sospechoso.

No me engañó mi cálculo. Ayudado por una palanca, separé sin dificultad los ladrillos, y, habiendo luego aplicado cuidadosamente el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esta postura hasta poder establecer sin gran esfuerzo toda la fábrica a su estado primitivo. Con todas las precauciones imaginables, me preocupé una argamasa de cal y arena, preparé una capa que no podía distinguirse de la primitiva y cubrí escrupulosamente con ella el nuevo tabique.

Cuando terminé, vi que todo había resultado perfecto. La pared no presentaba la más leve señal de arreglo. Con el mayor cuidado barrí el suelo y recogí los escombros, miré triunfalmente en torno mío y me dije: "Por lo menos, aquí, mi trabajo no ha sido infructuoso".

Mi primera idea, entonces, fue buscar al animal que fue causante de tan tremenda desgracia, porque, al fin, había resuelto matarlo. Si en aquel momento hubiera podido encontrarle, nada hubiese evitado su destino. Pero parecía que el artificioso animal, ante la violencia de mi cólera, habíase alarmado y procuraba no presentarse ante mí, desafiando mi mal humor. Imposible describir o imaginar la intensa, la apacible sensación de alivio que trajo a mi corazón la ausencia de la detestable criatura. En toda la noche se presentó, y ésta fue la primera que gocé desde su entrada en la casa, durmiendo tranquila y profundamente.

Sí; dormí con el peso de aquel asesinato en mi alma.

Transcurrieron el segundo y el tercer día. Mi verdugo no vino, sin embargo. Como un hombre libre, respiré una vez más. En su terror, el monstruo había abandonado para siempre aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca: Mi dicha era infinita. Me inquietaba muy poco la criminalidad de mi tenebrosa acción. Inicióse una especie de sumario que apuró poco las averiguaciones. También se dispuso un reconocimiento, pero, naturalmente, nada podía descubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad futura.

Al cuarto día después de haberse cometido el asesinato, se presentó inopinadamente en mi casa un grupo de agentes de Policía y procedió de nuevo a una rigurosa investigación del local. Sin embargo, confiado en lo impenetrable del escondite, no experimenté ninguna turbación.

Los agentes quisieron que les acompañase en sus pesquisas. Fue explorado hasta el último rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron por último a la cueva. No me altere lo más mínimo. Como el de un hombre que reposa en la inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí el sótano de punta a punta, cruce los brazos sobre mi pecho y me paseé indiferente de un lado a otro. Plenamente satisfecha, la Policía se disponía a abandonar la casa. Era demasiado intenso el júbilo de mi corazón para que pudiera reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir una palabra, una palabra tan sólo a modo de triunfo, y hacer doblemente evidente su convicción con respecto a mi inocencia.

—Señores—dije, por último, cuando los agentes subían la escalera—, es para mí una gran satisfacción habrá desvanecido sus sospechas. Deseo a todos ustedes una buena salud y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, señores, tienen ustedes aquí una casa construida—apenas sabía lo que hablaba, en mi furioso deseo de decir algo con aire deliberado—. Puedo asegurar que ésta es una casa excelentemente construida. Estos muros...¿Se van ustedes, señores? Estos muros están construidos con una gran solidez.

Entonces, por una fanfarronada frenética, golpeé con fuerza, con un bastón que tenía en la mano en ese momento, precisamente sobre la pared del tabique tras el cual yacía la esposa de mi corazón.

¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio. Apenas húbose hundido en el silencio el eco de mis golpes, me respondió una voz desde el fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y encontrada como el sollozo de un niño. Después, en seguida, se hinchó en un prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e inhumano, un alarido, un aullido, mitad horror, mitad triunfo, como solamente puede brotar del infierno, horrible armonía que surgiera al unísono de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios que gozaban en la condenación.

Sería una locura expresaros mis sentimientos. Me sentí desfallecer y, tambaleándome, caí contra la pared opuesta. Durante un instante detuviéronse en los escalones los agentes. El terror los había dejado atónitos. Un momento después, doce brazos robustos atacaron la pared, que cayó a tierra de un golpe. El cadáver, muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada, apareció, rígido, a los ojos de los circundantes.

Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora voz me entregaba al verdugo. Yo había emparedado al monstruo en la tumba.

Charles Baudelaire: "El Viaje".


I

Para el niño, enamorado de mapas y estampas,
El universo es igual a su vasto apetito.
¡Ah! ¡Cuan grande es el mundo a la claridad de las lámparas!
¡Para las miradas del recuerdo, el mundo qué pequeño!

Una mañana zarpamos, la mente inflamada,
El corazón desbordante de rencor y de amargos deseos,
Y nos marchamos, siguiendo el ritmo de la onda
Meciendo nuestro infinito sobre el confín de los mares.

Algunos, dichosos al huir de una patria infame;
Otros, del horror de sus orígenes, y unos contados,
Astrólogos sumergidos en los ojos de una mujer,
La Circe tiránica de los peligrosos perfumes.

Para no convertirse en bestias, se embriagan
De espacio y de luz, y de cielos incendiados;
El hielo que los muerde, los soles que los broncean,
Borran lentamente la huella de los besos.

Pero los verdaderos viajeros son los únicos que parten
Por partir; corazones ligeros, semejantes a los globos,
De su fatalidad jamás ellos se apartan,
Y, sin saber por qué, dicen siempre: ¡Vamos!

¡Son aquellos cuyos deseos tienen forma de nubes,
Y que como el conscripto, sueñan con el cañón,
En intensas voluptuosidades, mutables, desconocidas,
Y de las que el espíritu humano jamás ha conocido el nombre!

II

Imitamos ¡horror! al trompo y la pelota
En su danza y sus saltos; hasta en nuestros sueños
La Curiosidad nos atormenta y nos envuelve,
Como un Ángel cruel que fustigará soles.

¡Singular fortuna en la que el final se desplaza,
Y no estando en parte alguna, puede hallarse por doquier!
¡Donde el Hombre, que jamás la esperanza abandona,
Para lograr el reposo corre siempre como un loco!

Nuestra alma es nave de tres palos buscando su Icaria;
Una voz resuena en el puente: "¡Atención!"
Una voz desde la cofa, ardiente y loca, clama:
"¡Amor... gloria... felicidad!" ¡Infierno! ¡Es un escollo!

Cada islote señalado por el vigía
Es un El dorado prometido por el Destino;
La imaginación, que acucia su orgía
No halla más que un arrecife al amanecer.

¡Oh, el infeliz enamorado de tierras quiméricas!
¿Habrá que engrillar y arrojar al mar,
A este marinero borracho, inventor de Américas
Para el cual el espejismo toma el remolino más amargo?

Como el viejo vagabundo, chapaleando en el lodo
Sueña, husmeando en el aire, brillantes paraísos;
Su mirada hechizada descubre una Capúa
En cuanto lugar la candela alumbra un tugurio.

III

¡Asombrosos viajeros! ¡Qué nobles relatos
Leemos en vuestros ojos profundos como los mares!
Mostradnos los joyeros de vuestras ricas memorias,
Esas alhajas maravillosas, hechas de astros y de éter.

¡Deseamos viajar sin vapor y sin velas!
Para ahuyentar el tedio de nuestras prisiones,
Haced desfilar nuestros espíritus, tensos como un lienzo,
Vuestros recuerdos enmarcados por horizontes.

Decid, ¿qué habéis visto?

IV

"Hemos visto astros
Y olas; hemos visto playas además;
Y, malgrado muchos choques e imprevistos desastres,
Nos hemos hastiado, a menudo, como aquí.

El esplendor del sol sobre el mar violáceo,
El esplendor de las ciudades en el sol poniente,
Encendían en nuestros corazones el impulso inquietante
De sumergirnos en el cielo con su reflejo fascinante.

Las más ricas ciudades, los más amplios paisajes,
Jamás contenían el atractivo misterioso
De aquellos que el azar forma con las nubes.
¡Y siempre el deseo nos tornaba inquietos!

—El gozo acrecienta del deseo la fuerza.
¡Deseo, viejo árbol, al cual el placer sirviéndole de abono,
Entretanto acrecienta y endurece tu corteza,
Tus ramas quieren ver el sol de más cerca!

¿Crecerás siempre, gran árbol, más vivaz
Que el ciprés? —Sin embargo, nosotros, con cuidado,
Recogimos algunos croquis para vuestro álbum voraz,
¡Hermanos que encontráis bello todo cuanto viene de lejos!

Hemos saludado ídolos engañosos;
Tronos constelados de joyas luminosas;
Palacios adornados cuya feérica pompa
Sería para vuestros banqueros un sueño ruinoso;

Vestimentas que son para la vista una embriaguez;
Mujeres cuyos dientes y las uñas están pintados,
Y juglares sabios que la serpiente acaricia."

V

Y después, y después. ¿Todavía, qué más?

VI

"¡Oh, cerebros infantiles!"

Para no olvidar el tema capital,
Hemos visto en todas partes, y sin haberlo buscado,
Desde arriba hasta abajo la escala fatal,
El espectáculo enojoso del inmortal pecado:

La mujer, esclava vil, orgullosa y estúpida,
Sin reír extasiándose y adorándose sin repugnancia;
El hombre, tirano goloso, lascivo, duro y ávido,
Esclavo de la esclava y arroyo en la cloaca;

El verdugo que goza, el mártir que solloza;
La fiesta que sazona y perfuma la sangre;
El veneno del poder enervando al déspota,
Y el pueblo amoroso del látigo embrutecedor;

Muchas religiones semejantes a la nuestra,
Todas escalando el cielo; la Santidad,
Cual un lecho de plumas donde un refinado se revuelca,
En los clavos y la cerda, buscando la voluptuosidad;

La Humanidad habladora, ebria de su genialidad,
Y enloquecida, hoy como lo estaba ayer,
Clamando a Dios, en su furibunda agonía:
"¡Oh, mi semejante, oh mi señor, yo te maldigo!"

Y los menos necios, atrevidos amantes de la Demencia,
Huyendo del gran rebaño acorralado por el Destino,
Refugiándose en el opio inconmensurable!
—Tal es del globo entero el eterno boletín."

VII

¡Amargo sabor, aquel que se extrae del viaje!
El mundo, monótono y pequeño, en el presente,
Ayer, mañana, siempre, nos hace ver nuestra imagen;
Un oasis de horror en un desierto de tedio!

¿Es menester partir? ¿Quedarse? Si te puedes quedar, quédate;
Parte, si es menester. Uno corre, el otro se oculta
Para engañar ese enemigo vigilante y funesto,
¡El Tiempo! El pertenece, a los corredores sin respiro,

Como el Judío Errante y como los apóstoles,
A quien nada basta, ni vagón ni navío,
Para huir de este retiro infame; y aun hay otros
Que saben matarlo sin abandonar su cuna.

Cuando, finalmente, él ponga su planta sobre nuestro espinazo,
Podremos esperar y clamar: ¡Adelante!
Lo mismo que otras veces, cuando zarpamos para la China,
Con la mirada hacia lo lejos y los cabellos al viento,

Nos embarcaremos sobre el mar de las Tinieblas
Con el corazón gozoso del joven pasajero.
Escucháis esas voces, embelesadoras y fúnebres,
Que cantan: "¡Por aquí! vosotros que queréis saborear

¡El Loto perfumado! Es aquí donde se cosechan
Los frutos milagrosos que vuestro corazón apetece;
Acudid a embriagaros con la dulzura extraña
De esta siesta que jamás tiene fin!"

Por el acento familiar barruntamos al espectro;
Nuestros Pilades, allá, nos tienden sus brazos.
"¡Para refrescar tu corazón boga hacia tu Electra!"
Dice aquella a la que en otros días besábamos las rodillas.

VIII

¡Oh, Muerte, venerable capitana, ya es tiempo! ¡Levemos el ancla!
Esta tierra nos hastía, ¡oh, Muerte! ¡Aparejemos!
¡Si el cielo y la mar están negros como la tinta,
Nuestros corazones, a los que tú conoces, están radiantes!

¡Viértenos tu veneno para que nos reconforte!
Este fuego tanto nos abraza el cerebro, que queremos
Sumergirnos en el fondo del abismo, Infierno o Cielo, ¿qué importa?
¡Hasta el fondo de lo Desconocido, para encontrar lo nuevo!

Charles Baudelaire - La Metamorfosis del Vampiro:


La dama, entre tanto, de su labios de fresa
estremeciéndose como una serpiente entre brasas
y amasando sus senos sobre el duro corsé,
decía estas palabras impregnadas de almizcle:
Son húmedos mis labios y la ciencia conozco
de perder en el fondo de un lecho la conciencia.
Seco todas las lágrimas en mis senos triunfales.
y hago sonreír a los viejos con infantiles risas.
Soy para quien sepa contemplarme desvelada,
la luna, y soy el sol, el cielo y las estrellas.
Yo soy, mi amado sabio, tan docta en los deleites,
cuando sofoco a un hombre en mis brazos temidos,
o cuando a los mordiscos abandono mi busto,
tímida y ligera y frágil y robusta,
que en esos cobertores que de emoción se rinden,
impotentes los ángeles se perdieran por mí.

Cuando hubo succionado de mis huesos la médula
y muy lánguidamente me volvía hacia ella
A fin de devolverle un beso, sólo vi
rebosante de pus, un cáliz pegajoso.
Yo cerré los dos ojos con helado terror
y cuando quise abrirlos a aquella claridad,
A mi lado, en lugar del fuerte maniquí
que parecía haber hecho provisión de mi sangre,
en confusión chocaban fragmentos de esqueleto,
De los cuales se alzaban chirridos,
como los de una agria e infernal veleta,
o los de un cartel, al cabo de un vástago de hierro,
que acaricia el viento en las noches de invierno.


Charles Baudelaire.

viernes, 10 de diciembre de 2010

La continuidad de los parques - Julio Cortázar


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.